miércoles, 27 de julio de 2011

Amores de barra-Eduardo y Fernanda.

Ni bien concluyó el postgrado en la Universidad de Palermo, Eduardo se dedicó en exclusiva al trabajo en la agencia publicitaria Limbo. Estaba peleando porque lo contrataran y lo inscribiesen de una buena vez en la planilla de la agencia, donde apenas figuraba como colaborador. Es cierto que no le pagaban tan mal, pero su condición carecía de estabilidad y eso lo tenía intranquilo. Cada vez que llegaba julio o diciembre y le tocaba renovar su estadía temblaba de nervios ante la eventualidad de que le ofrecieran un acuerdo menos ventajoso. Su jefe inmediato, Renato, le había dicho en repetidas oportunidades que esperara un poco más, que su trabajo era muy apreciado por los altos ejecutivos y que había “enormes posibilidades” de que lo emplearan con todos los beneficios legales que correspondían.
Pero Eduardo ya no creía en esos cuentos. Para él eran mecidas, tangos, melodiosas excusas para retenerlo sin obligaciones contractuales. Cada vez le resultaba más evidente que a sus jefes les interesaba su trabajo, pero no les interesaba contar con él como un recurso humano fijo. Lo mantendrían como un barato colaborador externo todo el tiempo que fuese necesario hasta que tocara darle una disimulada pero firme patada en el culo.
Tan incómoda situación hería sin duda su dignidad, pero él no estaba en posición de hacerse el héroe y renunciar. Si se permitía el lujo de marcharse en un inoportuno arranque de decencia, se hubiese desgraciado solito, porque no tenía ningún plan B, ninguna alternativa, ninguna propuesta, ninguna peregrina idea de qué diablos hacer ni qué puertas tocar.
Después de todo, conseguir el trabajo en Limbo apenas llegó a Buenos Aires había sido casi un milagro: uno de los profesores del postgrado lo vio empeñoso y le sirvió de puente con la agencia, que por esos días justo requería de una persona para cubrir una vacante temporal y reforzar su equipo de creativos. Él aprovechó la coyuntura y, ni tonto ni perezoso, aceptó el empleo.
Eduardo necesitaba mantenerse enchufado a la chamba. Sobre todo ahora que Fátima lo había dejado. Él ya lo veía venir: desde hacía semanas la notaba rara, demasiado pendiente de lo que hicieran sus amigos de la universidad, esos resinosos malogrados, como él despectivamente los llamaba. Pero, claro, que haya intuido el advenimiento del desenlace no quiere decir en absoluto que estuviera preparado para oír eso tan duro que Fátima le dijo aquella noche, mientras discutían sentados en una de las mesitas de la terraza de un Café. “No me retás, Eduardo. Me hacés sentir como si yo fuera demasiado para vos. Te conformás con poco y eso me afecta. Creo que estoy aburrida o cansada, qué sé yo. Tengo 23 años, necesito a alguien que me desafíe un poco más, que me inspire, alguien que admire, que me estimule, que me ponga las cosas en perspectiva”.
Eduardo intuía que ese alguien ya existía y que seguramente era uno de esos pintores drogadictos con los que Fátima organizaba infinitas muestras colectivas, las mismas que solían acabar en mortales borracheras de vino tinto en el bar de algún mecenas calentón. Mientras la oía darle sus quejas lo invadió la sospecha de que ella le había sacado la vuelta, que le había puesto los cuernos con alguno de esos bohemios indeseables, pero ni siquiera tuvo ganas ni fuerza para preguntárselo. No peleó, no pidió explicaciones, no exigió segundas oportunidades en nombre de la relación que llevaban juntos. Simplemente se resignó, bajó la cabeza, aceptó la caída y tiró la toalla.
Para Eduardo, Fátima había sido fundamental para establecerse en Buenos Aires. Fundamental. Pero en el fondo sabía que sus reclamos eran ciertos, en todo ese tiempo ella había sabido salir adelante. Montó una pequeña organización de fomento artístico, levantó un taller y una galería junto a unos compañeros y, mal que bien, aprendió a vivir de las todavía exiguas rentabilidades de su naciente negocio. Eduardo no: él seguía siendo el talentoso pero incierto colaborador de la agencia y –por haberse quedado dormido en sus tempranos laureles no se había esforzado un ápice en la búsqueda de un trabajo más provechoso. Para qué, además, razonaba él, con cierta mediocre nostalgia provinciana: si le alcanzaba para alquilar un departamento de 80 metros cuadrados, si nunca faltaban víveres básicos en su refrigeradora, y si además tenía una novia preciosa, la más preciosa que tendría jamás, para qué modificar una realidad que lo venía tratando tan bien.
Pero ahora que la realidad era diametralmente opuesta y le pegaba un recio puño en el centro de la cara, Eduardo no tenía tiempo para lamentarse ni para dar rienda suelta a su tristeza tercermundista.
Se metió de lleno en el trabajo, concentrado en un doble propósito: hacer puntos ante los directores y distraerse de la ruptura con Fátima. A veces trabajaba diez, doce, quince horas diarias. Los demás lo miraban como a un bicho raro, pero él se sentía cómodo, seguro, protegido tras las mamparas, esas paredes de vidrio que constituían los límites de la oficina.
Alguien podría pensar que se había vuelto un maniático, un obseso de sus responsabilidades, pero lo cierto era que tampoco tenía mucho que hacer fuera del edificio en el que Limbo funcionaba. Durante los últimos años se había apoyado tanto en la relación con Fátima, se había vuelto tan dependiente de la forma en que ella le organizaba la vida, que ahora le costaba un huevo reinventarse, salir a la calle y trazar planes por sí mismo. Un amigo habría sido un excelente aliado en ese momento, pero en todo el tiempo que llevaba en Argentina no había cultivado ninguna amistad de verdad. Ni una sola. Jamás había acudido, por ejemplo, a las salidas ni reuniones que organizaban sus compañeros de la agencia. Nunca iba al bowling, ni al póquer, ni al billar, ni a los cumpleaños. Solo se presentó una vez a un cumpleaños, el de su jefe, Renato, pero estuvo cuarenta minutos y se marchó, porque “había quedado con Fátima en ir al teatro”.
Se había pasado cuatro años recorriendo la ciudad de la mano de su novia (su flamante ex novia), yendo a los lugares que ella sugería, haciendo las actividades que a ella se le antojaban. Por eso era natural que ahora se sintiera otra vez un forastero descolocado, un recién llegado. Además, era tan despistado, se le daba tan mal eso de guiarse de mapas o seguir indicaciones de la gente, que ni siquiera se atrevía a tomar el metro un domingo e iniciar una expedición con rumbo desconocido.
Los fines de semana, si no se quedaba en casa viendo la tele, se metía a la sala de cine que quedaba al final de su cuadra, o a la librería de la calle Esmeralda a hojear las últimas publicaciones, o al bar El Uruguayo, regentado por un viejo divertido que le parecía de lo más simpático y con el que le gustaba conversar. Ese era el nuevo y breve circuito en el que Eduardo se movía. Sus días de chico ‘artie’, noctámbulo, enamorado hasta el tuétano, habían llegado a su fin y, caballero nomás, tenía que amoldarse a esta nueva vida de austeridad sentimental y limitado esparcimiento.


Todo eso se contaron Eduardo y Fernanda cuando se encontraron en el bar esa noche. Reconstruyeron sus historias personales con total sinceramiento, proporcionando incluso detalles que no solían mencionar a sus patas más cercanos.
Cuando él enfatizó lo curioso que le resultaba habérsela encontrado allí, en una barra, cuando nunca antes se la había cruzado en ninguna parte de Lima, Fernanda comentó que no era tan raro, considerando lo poquísimo que salía de su casa. Es más, esa noche se había animado a salir porque Raúl  estaba, para variar, de viaje en Estados Unidos haciendo un curso para la Quimica, porque Paulsito se había quedado con su abuela, y porque necesitaba relajarse un poco. “¿Puedes creer que no conocía este sitio?”, le confesó, divertida. “¿Nunca habías venido a Huaringas?”, preguntó Eduardo, con sobreactuada incredulidad. “No, te juro, pero está precioso”, agregó ella.
Eduardo acababa de regresar de Buenos Aires. Hacía tres semanas que estaba en Lima. Después de que en Limbo  le reiteraron que su contratación “se había dificultado” decidió mandar todo al diablo, olvidarse de Argentina, volver al Perú y aprovechar la oferta de un amigo para que se hiciera cargo de la parte creativa de una nueva agencia de publicidad, cuyo local era pequeño pero estaba bien equipado.
Luego de narrar sus respectivas peripecias profesionales y sentimentales, y de asombrarse de lo desiguales que habían resultado sus destinos, empezaron a canjear innumerables anécdotas del colegio y a desternillarse de risa rememorando, por ejemplo, el día en que el Negro Zurita le bajó el buzo a Eduardo en mitad del patio, delante de un grupo de blondas chicas de Quinto, dejándolo en calzoncillos y haciéndole pasar el que sin dudas era uno de los mayores papelones de su vida. “Te lo bajó hasta los tobillos y tú te caíste por querer perseguirlo y te paraste al toque para subirte el pantalón. Estabas más rojo que un tomate, me acuerdo clarito”, dijo ella, sin parar de reírse. “Hace poco me pasaron las fotos del almuerzo de ex alumnos del año pasado y en una aparece el Negro Zurita. Puta, está canoso y tiene una panza salvaje. Hoy no podría bajarme el pantalón y salir corriendo tan fácil”, dijo Eduardo, un poquito picón.
–Bueno, todos hemos cambiado, ya estamos tíos pues…
–Tú estás igual de linda, Fernanda, no jodas, no has cambiado nada. Te podrías poner el uniforme e ir al colegio ahorita mismo y pasarías como alumna sin que nadie se diera cuenta.
–Ay, Eduardo, eso lo dices porque eres mi amigo
–Nada que ver, agregó él, poniéndose repentinamente serio. Siempre me pareciste linda, de lejos la más linda de todas.
Ella percibió la variación en el tono de voz de Eduardo, sonrió y bajó la cabeza para sorber la cañita de su trago.
Por primera vez en toda la noche se hizo un silencio breve y algo fastidioso. Él no intentaba pasarse de listo, por lo menos no conscientemente. Le dijo eso para piropearla, pero también porque en serio lo creía: la veía idéntica a la chica de 16 años que hizo que su agitado corazón adolescente entrara por primera vez en trompo.
Aunque ahora casi doblaba esa edad, Fernanda resplandecía de tan guapa que se conservaba: su pelo castaño lacio le barría los hombros, su cara no presentaba casi ninguna arruga, y sus pecas en la nariz mantenían su graciosa sensualidad. Su boca un poco voluptuosa y su sonrisa de dientes perfectos seguían siendo su marca registrada. Y su cuerpo –virgen de toda cirugía– lucía una exuberancia que antiguamente se perdía bajo la anodina indumentaria colegial. El gimnasio y los Pilates le habían conferido a sus piernas, a sus nalgas, pero sobre todo a sus tetas, una deliciosa firmeza. El pobre Eduardo ya no sabía dónde colocar la mirada cada vez que ella se volteaba para pedirle al barman que le sirviera otro trago: en el escote que dejaba ver el prometedor canalillo de sus pechos, o en su cintura que, un poco descubierta, permitía divisar unos abdominales trabajados y un ombligo apetitoso. Fernanda le confesó que después de dar a luz a Paul se deprimió tanto por lo fofa que se sentía que se puso a hacer ejercicios compulsivamente. “Ahora ya le agarré el gusto y no hay día que no vaya por lo menos 40 minutos al gym. Me hace bien, me siento saludable”, concluyó.
Eduardo se sintió tocado por ese comentario, ya que su vida no era ni por asomo un ejemplo de salud física ni nada que se le parezca. El único ejercicio diario que realizaba era subir y bajar las escaleras de su departamento, actividad que le demandaba muy poco esfuerzo si tomamos en cuenta que vivía en el segundo piso y que lo hacía únicamente para evitar el ascensor, que paraba malográndose.
A pesar de que por momentos Eduardo trataba de conducir la conversación por caminos algo sinuosos, era muy consciente de que estaba delante de una mujer casada (el anillo de Fernanda relumbraba en su mano derecha), y tenía claro que los dos estaban enfrascados en el inofensivo plan en el que estaría cualquier par de viejos amigos que se volvían a ver después de mucho tiempo en un bar.
–Pero cuéntame más de ti. ¿Cómo está tu hermana, se casó?, pregunto Fernanda, tratando de zafarse del piropo y retomar el vaivén de la charla.
–Ah, sí, pero ya está por divorciarse. Creo que lo único bueno que dejó su matrimonio fue talia, su hija. Tiene siete años, es preciosa.
–¿Siete años ya? Qué bárbaro, me siento la más tía. ¿Y a ti te gustaría casarte, tener hijos?
–No sé si casarme, pero sí me gustaría tener hijos. Por lo menos uno.
–Tu mami debe estar rogándote para que la hagas abuela de nuevo.
–Bueno, yo le he dicho que mejor no se haga ilusiones. Que me guste la idea de tener un hijo no quiere decir que vaya a tenerlo mañana. Pero, claro, igual le ilusiona la posibilidad. He decidido comprarle un muñeco para que lo cargue y se quede tranquila.
Fernanda rió, recogió su vaso de la barra y brindaron. Ella iba en su tercer maracuyá sour, y él en su cuarto mojito (técnicamente era el tercero, porque el primero le supo a emoliente de tan aguado que estaba). A lo lejos, quien no supiera nada de sus biografías podría haber pensado que eran dos chicos cualesquiera en una cita, una pareja que se divertía, se llevaba bien y claramente se gustaba.
Desde una mesa, las amigas de Fernanda –que la habían convencido de que saliera con ellas a tomar unos tragos y a bailar a Aura– veían con extrañeza que se demorara en la barra más de la cuenta, conversando con ese personaje desconocido. “Esta huevona va a pedirse un trago y se queda loreando una hora”, dijo una, más quejosa que preocupada. “Ay, déjala oye, no sale nunca, tiene todo el derecho del mundo de hablar con quien quiera”, apuntó otra. “Mira, el idiota de Raul no le hace ni caso, así que si ese chico le quiere invitar algo, bien por ella. Además está medio churro ¿o me parece?”, curioseó la tercera. Dos de ellas estaban solteras, la otra divorciada, y aunque no buscaban incitar a su amiga para que sacara los pies del plato estaban muy dispuestas a entretenerla para que olvidara las angustias caseras.



Poco a poco, mientras la plática avanzaba, Eduardo y Fernanda fueron sintiéndose cada vez más en confianza. Lentamente resurgió entre ambos esa pretérita comodidad que en el colegio los llevó a ser amigos íntimos durante los últimos tres años de secundaria. De pronto era como si los dos estuvieran nuevamente instalados en el pasado, como si el bar fuera una repentina extensión del patio de secundaria, y la barra, un anexo de la escalera gris, esa en la que solían sentarse los lunes por la mañana a copiarse las tareas que ninguno había hecho. Podrían haber transcurrido más de quince años, podrían haber pasado por incontables experiencias desde aquella época, podrían haber residido en los lugares más alejados, pero entre ellos flotaba algo superior a todo eso, una especie de sentimiento velado, un afecto extraño que se mantenía arraigado e incorruptible. Eduardo aprovechó ese clima de mutua cercanía y disposición para, por fin, ajustar cuentas con el pasado, y poner sobre la mesa una mano de cartas que tenía guardada desde hacía mucho, mucho tiempo.
–¿Sabías que en el cole me moría por ti?, le preguntó inmediatamente después de tomar de golpe el concho de su mojito número cuatro y antes de pedir el quinto.
–Me estás jodiendo. ¿De verdad? Alucina que siempre lo sospeché. Es más, alguna vez hasta se lo comenté a Macarena. ¿Te acuerdas de Maca? Pero ella me dijo que estaba loca, que nada que ver. ¿Y por qué nunca me dijiste nada, Eduardo?
–Bah, tú estabas templadaza de Bruno. No me hubieras hecho caso.
–Bruno, verdad. A veces me parece mentira haber estado seis años con él. Era un buen chico, pero no sé, no me llenaba. Después que me fui a Paris, terminamos y le perdí el rastro.
–Pero no me hubieras hecho caso, ¿verdad?, insistió Eduardo, medio animado por los tragos, pero sobre todo empujado por la incertidumbre que tenía atracada en el pecho desde hacía una década.
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? Esas cosas se saben. Son intuitivas. Es sí o es no. No hay que pensárselo mucho.
–Eduardo, estamos hablando de hace más de ¡quince años! Éramos otras personas, teníamos otras vidas. Ya ni me acuerdo de qué cosas sentía en ese momento.
–Sí, tienes razón, perdón por ponerme tan… impetuoso. Creo que la cagué.
–No tienes de qué disculparte, además la estoy pasando mostro, dijo Fernana, frotando con su mano el antebrazo de Eduardo, en un gesto cariñoso que permitió que sus pieles, o mejor dicho, retazos de sus pieles entraran en contacto. Era un contacto mínimo tal vez, pero no por breve carecía de intensidad.
–La estamos pasando mostro, corrigió Eduardo.
–Es verdad. Salud por eso, propuso ella, ladeando la cabeza y abriendo su magnífica sonrisa.
–Salud.
Mientras tomaban sus vasos no dejaron de mirarse. Los ojos de Eduardo se emanciparon del cerebro, adquirieron autonomía y por unos segundos (los segundos que duró el sorbo) penetraron con voracidad en las pupilas de Fernanda. Los ojos de ella soportaron la mirada con atrevimiento, sin parpadear. Eran dos pares de ojos que se conocían desde hacía bastante pero ahora llevaban encima una inédita y fulminante carga de electricidad, una cuota de picardía que no llegaba a ser lujuria pero que era claramente deseo. Eduardo le comenzó a hablar con los ojos, a decirle lo preciosa que le seguía pareciendo, lo mucho que le provocaba abalanzarse sobre ella y romperle la boca con el beso que nunca había podido darle. Ella resistía el osado embate de esas pupilas negrísimas, e intentaba descifrar el mensaje, en una discreta señal de correspondencia. Fue un instante cargado de vehemencia, de ardor, de pasión desaforada. No sabían cuál había sido el detonante, quizá la confesión de Eduardo, quizá la mano de Fernanda sobre su brazo, quizá los imperceptibles guiños de seducción que se les escapaban a ambos cada tanto. No lo sabían. Lo cierto era que los dos, por un instante, experimentaron en iguales proporciones una atracción violenta y poderosísima.
–Hola, los veo embalados, interrumpió Macarena, una de las amigas de Fernanda, que se acercó para anunciar que estaban por irse a bailar. Su presencia y posterior saludo puso abrupto fin a ese fugaz rapto de miradas peligrosas.
–Maca, ¿no te acuerdas de él? Es Eduardo, Eduardo Piaggio, del colegio.
–¿Eduardo? ¡Hola! Claro que me acuerdo, pero no te reconocí.
–Hola, Maca, qué gusto de verte.
–¿Cómo estás? ¿En qué andas?
–Bien. Soy publicista, acabo de volver de Argentina. Estuve estudiando por allá.
–Nos hemos estado acordando de toda la época del colegio, muy gracioso, informó Fernanda.
–Pucha, siento interrumpirlos, chicos, pero ya nos estamos yendo a Aura
–Sí, verdad, vamos, vamos, añadió Fernanda, sorbiendo con la cañita el concho de su maracuyá sour
–Bueno, pues, que se diviertan mucho
–Voy sacando el carro, Fernanda. Te esperamos abajo. Chau, Eduardo, lindo verte, se despidió Macarena, con uno de esos tibios besos en el cachete que en verdad son besos al aire.
Se quedaron solos, amagaron con torpeza darse un abrazo corto, protocolar y acabaron fundiéndose en un abrazo largo, calmado
–Ha sido muy bacán encontrarte, Eduardo. Un poco extraño, pero muy bacán
–Estaba por decir lo mismo
–Me he quedado con ganas de seguir conversando
–Pero conversemos, pues, tomemos un café la próxima semana, qué dices
–Me encantaría. Déjame ver, pues, yo te aviso


Eduardo se apuró en registrar el teléfono de Fernanda en su celular y le entregó una tarjeta con todos sus datos de contacto. Acto seguido, le pidió al barman una servilleta y un lapicero para escribir la dirección electrónica de ella: ftudela74@hotmail.com

–¿Estás en el Messenger?, preguntó Eduardo, con un coqueto levantamiento de cejas
–Sí, no chateo casi nada, pero tengo una cuenta
–Te agrego entonces…
–Ya, mostro
–Cuídate y baila mucho
–Ja, ja. Nos vemos
Fernanda se fue pero en el aire quedó el eco de esa última risa, el fantasma de su sonrisa brillando en el mismo lugar donde hacía menos de cinco minutos había estado brillando con toda su esplendorosa perfección.
Eduardo permaneció en la barra tomando lo que le quedaba de su mojito, tratando de comprender lo que acababa de ocurrirle. Rápidamente repasó la secuencia de los hechos. Llegó al bar a encontrarse con unos amigos, y como no dio con ellos tras buscarlos en los tres pisos del local se acercó a la barra para matar el tiempo en la compañía de un mojito. Y qué ocurre: pues que se encuentra con la primera mujer (después de su madre) que más había querido en el mundo, y pasa más de una hora conversando con ella. Era todo tan inesperado, tan absolutamente increíble, que todavía le costaba captar que fuese cierto. Amanda había marcado profundamente su juventud y si a veces sospechaba que nunca la había olvidado del todo, ahora acababa de confirmarlo. Una hora había sido más que suficiente para remover esos pesados trozos de memoria que él había querido enterrar a la fuerza. El romance de cuatro años con Fátima, en Argentina, fue producto de la química y la afinidad sexual, pero también de una innegable necesidad y de una serie de carencias. Fátima no solo era su novia, sino también una compañía en un país que no era el suyo, en donde no tenía a nadie, y por lo demás era un lazarillo que lo guiaba en medio de una ciudad llena de atractivos pero que –dada su falta de espíritu social e iniciativa– él jamás habría sabido caminar y recorrer por cuenta propia. Nadie niega que la quiso, pero pareciera que más enamorado estuvo de las atenciones que ella le procuraba.
Lo de Fernanda, en cambio, era otra cosa, era un amor genuino, desinteresado, complejo, antiguo, histórico, amortiguado, difícil, que más que extinguirse en su corazón solo había sido anestesiado.
Y justo reaparece ahora, carajo, pensaba Eduardo, acodado en la barra, mientras dejaba caer en su vaso un par de cubos de hielo. Justo ahora que él había regresado dispuesto a enfocarse en su trabajo, justo ahora que no quería hacerse paltas por ninguna mujer y que había decidido llevar la vida del pendejo treintón que se acuesta con todas y no se enamora de ninguna. Cómo actuaría ahora que el cadáver de Fernanda resucitaba de forma intempestiva y se presentaba nuevamente. ¿Podría cumplir con sus fríos propósitos de soltero revejido? ¿Dejaría pasar otros quince años antes de actuar de una manera más decidida con ella? En el colegio no abrió la boca porque Fernanda estaba con Bruno y él temía decepcionarla con sus pajas febriles. Y ahora que se atrevió a abrirla no hizo mayor arreglo: apenas le lanzó, de modo timorato e infantil, una de las muchas frases que tenía almacenadas en la caja registradora de su cabeza. Claro, el inconveniente no era menor: Fernanda estaba casada y tenía una familia, pero Eduardo ignoraba si se hallaba contenta, si se sentía realizada al lado de Raúl. “Ya me cagué”, concluyó, intuyendo que estaba a las puertas de una historia trágica, trascendental, vertiginosa. “Ya me cagué”, repitió y dejó limpio su vaso con un seco y volteado.
Una llamada lo sacó del trance en que sus dilemas lo habían puesto.
–¿Aló? ¿Martín?
–Aló, Eduardo. ¿Dónde estás huevón?
–En Huaringas, pues. Quedamos en encontrarnos aquí
–¿No te llegó mi mensaje de texto, maricón? ¡Chucha! Te escribí diciéndote que ya no vayas para allá…
–Nunca me llegó, pendejo. ¿Dónde estás?
–Vente a la jato de Juan Pablo. Aquí vamos a hacer los previos de su despedida. El plan es llegar al hotel antes de la 1 de la mañana. No sabes las putas que me he conseguido, huevón. Te mueres. Hay una que tiene un poto ex–tra–or–di–na–rio. Si Juan Pablo se emborracha y se la tira, te apuesto que se enamora y ni cagando se casa con la gorda de Mariana.
–Ja, ja. Ya, cholo, salgo para allá. Dame quince minutos. Yo también tengo algo que contarte.

                           Continuará....???

martes, 28 de junio de 2011

Eduardo y Fernanda.

Cuando Eduardo se acercó a la barra a pedir un mojito no pudo si quiera haber imaginado que la chica que estaba a su lado, de perfil, era la misma Fernanda Tudela.
Apenas se percató de su presencia dudó unos segundos teniendo una desagradable confusión, pero el instinto de dotó del coraje necesario para salir de la intriga.

-¿Fernanda? Le preguntó, dándole una palmadita en un hombro.
­-¿Si? ¿Quién? ¿Eduardo?
-Si, holaaaaaaa, como has estado?
-Hola, no puedo creerlo, a los siglos.

Tras unos efusivos besos y abrazos, Eduardo y Fernanda se quedaron mirándose fijamente, como cerciorándose de que eran efectivamente ellos. Cada uno a su manera, estaba profundamente sorprendido. Ella porque después de varios años se encontraba con aquel chico del colegio con el que, si bien nunca pasó nada entre ellos siempre hubo una súper química, una atracción fatal que ninguno de los dos verbalizó, y sobre todo una cariñosa amistad que a pesar de  esa química singular, se interrumpió al terminar la secundaria. 

A él, por su parte, no había maneta de disimularle la alegría, tenía una sonrisa de payaso. No solo estaba sorprendido: estaba casi en shock. Si hasta se había olvidado del mojito que el barman le había servido hacía rato y que se veía aguando a su costado. La conmoción se justificaba: durante los últimos cuatro años de secundaria Fernanda había sido su amor platónico, su amor callado, la chica que le quitaba el sueño. Y no es solo una frase: Se lo quitaba literalmente, pues más de una vez, cuando ella no podía dormir, lo despertaba con una llamada telefónica de madrugada para matar las horas conversando. El le contestaba gentilmente de lo mas gustoso, pensaba en un futuro sería sentimentalmente recompensado. Si Eduardo nunca le dijo nada de lo que sentía era, básicamente por el clásico horror al rechazo. Prefería tener a Fernanda de “amiga” pero tenerla cerca, antes que alejarla con declaraciones de amor, según él, jamás echarían raíces un mucho menos rendirían frutos. Todos sus amigos, testigos de su desesperada situación le aconsejaban que hablara con ella, que se lo dijera todo. Pero él, terco, se empecinó en guardar obstinado silencio.
Habría que decir que hizo bien. Por esos años Fernanda le encontraba guapo pero nada mas, ella lo quería como a un hermanito cómplice, nada más. Ella estaba enamoradísima de Bruno, un chico un año mayor que ella, para desgracia de Eduardo, el también estaba enamorado de ella. De hecho estuvieron de novios y fueron juntos a la fiesta y viaje de promoción. Fiesta a la que Eduardo llevó como pareja a la hermana fea de uno de sus amigos. La quería tanto que no podía soportar verla tanto tiempo sabiendo que no era correspondido. Prefería desaparecer del show antes que seguir ahí. Le partía el corazón dejar de frecuentarla pero estaba seguro de que la distancia y la falta de comunicación le curarían esa pena.

Por eso en diciembre, al terminar quinto, Eduardo prácticamente desapareció de la vida de Fernanda. Cada vez que ella lo llamaba para reunirse, ir a la playa, ir al cine, ir a alguna fiesta él ofrecía una excusa para declinar la invitación. Los meses pasaron y perdieron contacto. Ella entró a la pre-pacifico, el se metió a una academia de matemáticas. Ella entró a la primera, él en cambio entró a la católica recién  al segundo intento.

Como un río que de pronto se separa en dos surcos que ni se ven ni se tocan, sus vidas tomaron diferentes rumbos. Completamente distintos. Fernanda terminó administración a los 22 años y se graduó en primer puesto de su promoción luego decidió viajar a Paris para hacer una maestría. La lejanía provocó, que su larguísima relación con Bruno cayera en un vacío y terminaran después de casi seis años como suele ocurrir a uno de los le tocó oficiar ser de victima y al otro de victimario. En este caso ella fue la que le dijo por teléfono que era mejor terminar la relación, que en ese instante estaban en frecuencias diferentes, que ya verían si, con el tiempo podrían volver a estar, que ya verían más adelante qué ocurriría. Fernanda sabía muy bien que no habría un mas adelante” pero la voz llorosa de Bruno al otro lado del auricular le dio tanta pena y remordimiento que no tuvo más remedio que darle esperanzas a un futuro muy muy lejano.
Libre en una ciudad europea, Fernanda superó rápidamente el triste capítulo de Bruno y apartada como estaba de los prejuicios dominantes de Lima. Se aventuró rápidamente a conocer otro tipo de chicos. En Paris tuvo un par de relaciones pasajeras, nada muy serio. Primero se enredó con un brasileño muy guapo que la abordó en un pub y que después de varias y apasionadas noches le enseño, no solo algo de portugués y capoeira, sino todos los trucos amatorios que el lento de Bruno desconocía. Su otro novio fue un muchacho malagueño que trabajaba como administrador en un hotel y que la hacia reír mucho “me recordaba mucho a ti” le diría Fernanda a Eduardo años después, mientras actualizaban sus vidas durante su encuentro en el bar. “Hubiera preferido que me recordaras como el brasileño”, le bromeó Eduardo, los dos se rieron. “Bueno, un poco difícil, considerando que ni nos besamos”, dijo ella, sacando a relucir con disimulada coquetería aquel rasgo confuso de su antigua amistad. “Si, pues”, asintió él con la cabeza, mientras le daba un sorbo nervioso a su mojito aguado y trataba de luchar mentalmente para que la palabra BESO no reverberara en su cabeza como un campanazo.
Fernanda pasó en Paris menos de 3 años. De regreso a Lima entró a trabajar a la Química Suiza y conoció a Raúl Brescia, su jefe. De inmediato se generó entre ambos un claro magnetismo, una atracción a primera vista. Siempre que salían con la gente de la oficina a bailar, a almorzar, a cenar quedaba clarísimo que allí había un entendimiento que excedía “la simpatía laboral”. A Raúl le tomó cinco meses conseguir que Fernanda accediera a ser su novia. Paseaban por todos lados, estaban de arriba abajo, se daban demostraciones afectivas públicamente y hasta durmieron juntos una vez en el hotel de su tío, pero ella no se animaba a iniciar algo serio. Y no era que no estuviera interesada, de hecho lo estaba, solo que con 26años encima ya no podía darse el lujo de esperar una relación formal con un chico únicamente porque le parecía guapo. Ese criterio colegial- universitario no servia a estas alturas. A los 26 años, una mujer como ella tenía que asegurarse de que su posible enamorado fuera un potencial candidato a esposo, es decir, alguien con quien proyectarse, alguien que no le haga perder el tiempo. Como fraseaban sus tías y su mamá.
Felizmente para ella, Raúl resultó ser el partido perfecto: ejecutivo, 36 años, independiente, atractivo, solvente, cariñoso y sobre todo fiel. En la Química Suiza lo tenían muy bien considerado y su escalamiento fue muy rápido. Su padre, además, tenía, una vieja amistad con los dueños, lo cual sin duda colaboraba a favor de su carrera en la empresa.
Desde que iniciaron la relación estaba visto que Fernanda y Raúl acabarían casándose. No solamente se llevaban bien, sino que además se les veía súper bien. Eran la pareja más fotogénica de todas las páginas de sociales. Salían en las paginas de discotecas y restaurantes mas elegantes de Lima, pero también en las de el regatas de la Punta, donde Raúl tenía encallado un yate, y en el club del golf donde competía en torneos amateur con sus amigos del colegio. Cuando después de un año de enamorados se pusieron de novios. La mama de ella era la más feliz del mundo, ella realizó todos los arreglos para que su hija se case en la iglesia Virgen del Pilar con el padre Michael Evans. Ella, desde luego se encargaría de todo.

El destino de Eduardo se planteó de manera distinta. Antes de que lo  expulsaran de la católica por triquear matemáticas, se trasladó con las justas al centro de la imagen donde dio fin a sus tumbos vocacionales. Tres años después recibió su cartón de diseñador grafico. Luego viajó a Buenos Aires para hacer una especialización en redacción creativa en una universidad conocida de Palermo.
Al cabo de 5 meses, Eduardo no podía estar mejor; estudiaba por las mañanas y trabajaba por las tardes en una respetable agencia de publicidad bonaerense. Es en la universidad donde conocería a su novia, era una chica blanca, rubia, ojos azules, se llamaba Fátima, era guapísima de 23 años que se acababa de graduar en artes plásticas y a la que conoció en una fiesta universitaria. Ella lo instruyó en toda esa onda artística que a él siempre le fascinó pero que en Lima no tenía como ni con quién cultivar. Iban al teatro, a la opera, a recitales, a museos, a conciertos, a exposiciones de arte, a bibliotecas, salía con amigos artistas a los diferentes cafés de Baires todas las noches, energía e intensidad que le rejuvenecían. No extrañaba nada del Perú. Una vez cada semana llamaba a su mamá y a sus tías, les decía que las quería mucho y preguntaba si necesitaban algo, pero eso era todo. 
Estaba súper feliz en Argentina y Fátima tenia que ver mucho con esa sensación de alivio emocional. Los fines de semana se dedicaban a viajar al interior del país, esa vida le resultaba maravillosa.

Fernanda hizo la fiesta del año para su matrimonio. El señor Tudela no escatimó un sol para que la última de sus hijas tuviera la mejor recepción de esos últimos años. Fue en una casona de los cóndores. Mil trecientos invitados, orquesta, varias botellas de champagne y etiqueta azul en cada mesa, iluminación fastuosa y toldos árabes en todos los jardines de la casa, además de un buffet que arrancó comentarios en todos los invitados. No hubo revista en donde no apareciera una extensa reseña del matrimonio Brescia-Tudela. Ahí Fernanda bailando en medio de una ronda de amigas, ahí Raúl lanzado por los aires por sus amigos golfistas, ahí los arlequines en zancos distribuyendo a los invitados pitos, sombreros y mascaras venecianas mandadas a traer exclusivamente de Italia. Ahí los papas de Raúl y Fernanda satisfechos, junto con ministros, embajadores, cónsules y otras personalidades de la alta sociedad limeña, ahí los novios radiantes despidiéndose de los invitados desde el interior de una limosina. Casi todas las notas periodísticas que se escribieron a propósito del casamiento acababan con la misma acotación.

“La feliz pareja partirá en breve a Europa por un mes, destino elegido para la luna de miel”.
El encantamiento duro 5 años, luego empezaron los problemas. Por un lado Fernanda no podía quejarse su situación. Vivian en una mansión espectacular con vista de Lima en las casuarinas, tenían cuatro automóviles, varios empleados para el servicio, y por si fuera poco, su hijo Paúl, de 4 años estaba en uno de los mejores colegio de Lima. No cabe duda que a Raúl le había ido profesionalmente muy bien. Alcanzar la gerencia general de la Química Suiza y manejar en paralelo los negocios familiares de su padre le habían dejado despejado del camino de la preocupación económica. Si aún no era millonario, le faltaba muy poco.
Sin embargo, esa obsesión por el ascenso laboral y la acumulación de dinero fue convirtiendo a Raúl en un hombre muy frío más de lo que ya era. 
Al principio del matrimonio era súper amable, detallista, cariñoso, le mandaba flores, sorpresas por sus aniversarios, regalos maravillosos entre otras cosas. Así fue durante los primeros años. Ahora, en cambio su perfil de negociante calculador había ido apagando esa chispa, esa calidez que carácter despedía. Eso se tradujo en ausencias y en una constante indiferencia física que Fernanda ya no sabía a qué (o a quien) adjudicar. De pronto Raúl dejó de hacerle el amor con la ternura acostumbrada ahora casi ni la tocaba, ni la miraba. Aunque  como padre era ejemplar su faceta de esposo, sobre todo en el plano sexual, había sufrido cambios radicales, altamente preocupantes. Fernanda llegó a pensar hasta en una posible homosexualidad aunque no quería armar un alboroto.

Todo cambió en su vida esos últimos. Tal vez ese fue el primer instante desde el ya lejano día en que se casaron en que Fernanda murmuro hacia adentro, sin pronunciar una sola silaba, la temeraria pregunta que a todas costas había evitado hacerse: ¿Será Raúl el hombre correcto, será el hombre de mi vida?

                       Continuará....???






jueves, 2 de junio de 2011

Adiós al pasado....


Al comienzo, toda relación es como un dormitorio vacío que los enamorados se encargan de ir decorando poco a poco. Las mil fotos que se tomaron juntos, los regalos de cada aniversario, las tarjetas de cumpleaños, los globos, los peluches bautizados, los boletos de teatro y películas memorables, las postales de viajes inolvidables, las entradas a conciertos, las medallas con los nombres grabados, los emails, las cartas-las bonitas, las amargas escritas en una hoja de cuaderno.

Ese montón de objetos, chucherías, cachivaches o como los quieras llamar le dan a una relación un respaldo escénico, un clima, un ambiente. Pero, claro, el decorado sirve en la medida en que el recinto esta habitado, con vida. Sin embargo, una vez que todo se termina y se va al demonio la relación hay que desmontar esa pesada escenografía, realizar la mudanza y descolgar cada recuerdo del “ex”.

En el fondo, no sé qué es mejor: Si deshacerse de todo o guardarlo en, por ejemplo, una caja de zapatos, esa pequeña tumba de cartón en la que solemos enterrar los residuos de un amor finiquitado.

Antes me costaba mucho más desprenderme de ciertas evidencias físicas pero con el tiempo he aprendido a minimizar esos souvenirs inútiles que dejan las relaciones que se rompen. A veces la gente devuelve las cosas, con la manipuladora esperanza de que la otra persona se conmueva ante ese geste despreciativo y consideren la posibilidad de una segunda oportunidad.

Si uno en realidad no quiere quedarse con ninguna reliquia del ex, en lugar de devolverlas o esconderlas, simplemente hay que exterminarlas y listo. Que rompa las fotos, que queme las cartas, que desaparezca esos peluches empolvados, que regale las baratijas. La idea está en hacerlo con decisión, sin culpa ni anestesia.


Últimamente, lo que esta de moda entre los novios(as) vengativas es la difusión de fotos íntimas a través de la red es por eso que jamás se dejen tomar fotos desnudas (os) por que con el tiempo pueden sufrir algún tipo de chantaje. Lo malo de guardar esos cachivaches es que un día, digamos un domingo de ocio, te topas con ese cofre polvoriento y, en un acto entre nostálgico y masoquista lo abres y como exhumar un ataúd siempre trae consecuencias enseguida dejas de hacer todo lo que tenias planeado hacer y te sientas con las piernas cruzadas a ver las fotos, leer las cartas, a reírte o llorar de las servilletas, posavasos, corchos en los que el(ella) te escribió una dedicatoria. Es bien raro eso. Es como husmear en tu pasado y sentir, por unos microsegundos, que en tu interior se remueven algunos sentimientos. Es como volver a una isla y contemplar los restos de tu propio naufragio: Los huesos, los remos quebrados…

A la gente le cuesta pasar la página del todo y por eso colecciona y agrupa mini cadáveres cuya misión es imposible: eternizar algo que ya no existe o preservar algo que ya fue.

Yo también he sido un afanoso coleccionista de piezas escogidas de mi biografía amorosa. Pero eso se acabó. Mis últimos fines de semana los he dedicado a deshacerme de algunos objetos que ya no tienen sentido seguir guardándolos. Para que retenerlos si ya perdieron su finalidad original: hacerme reír. Es más, ahora me quitan espacio y me provocan incómodos flashbacks, razones suficientes para darles de baja. ¿No creen?

He empezado por incinerar las fotos y papeles. Borrar las toneladas de mails, conversaciones por chat y fotos digitales que ya deleteé de mi disco duro. Y no lo he hecho para espantar al monstruo del pasado, sino más bien para despedirlo oficialmente dándole las gracias por los servicios prestados.

Creo que esas extirpaciones son necesarias. Primero, porque es parte de una saludable y merecida limpieza interior y, segundo, porque necesitas que “tu espacio” retorne a su vacío original y tener espacio suficiente para el niño(a) que por ahí aparezca con nuevos cachivaches y no tengas donde acomodarlos.

Y tu, ya eliminaste tus cachivaches amorosos?


PD: Una canción que me encanta… Todo ira bien, piénsalo !!!

miércoles, 18 de mayo de 2011

Como descubrir una infidelidad?


Mi viejo amigo José María me llama en la noche al celular. Son casi las nueve de la noche. El telefonazo me asusta, me toma por sorpresa, sacándome por completo de la lectura de la novela en la que estoy metido: El retrato de Dorian Gray.

Estoy afuera de tu edificio. Dime por favor que estas aquí. Necesito hablar contigo. Es urgente.

Le pregunto que le pasa. Me dice “ahora te cuento”. Lo noto ansioso así que le pido que me de unos minutos para cambiarme la pijama por algo mas presentable.

Salgo del cuarto mientras avanzo por el pasillo de mi casa me carcome la intriga, que habrá pasado con José María?

Se me ocurrieron varias posibilidades:

1)      ¿Lo habrán votado de su casa? (muy posible, considerando que tiene loco a sus viejos)
2)      ¿Necesitara plata? (muy probable, si tomamos en cuenta la cantidad de dinero que gasta en ropa)
3)      ¿Querrá que le preste por quinta vez mis revistas de decoración (muy estimable, ya que esta modificando su habitación)

Abro la puerta y ahí esta el loco de José María, esta en su carro rojo que hace poco compro a pedido de su novia. Se baja del carro y me abraza como si fuera una almohada, como si fuera un osito de felpa, como si fuera la última vez que me verá.
Es ahí entonces- Cuando casi muero por su torpe ternura. Comprendo que lo que le aqueja a mi amigo no es una falta de dinero, ni de trabajo, menos de revistas. José María tiene el corazón roto y lo ha traído con la esperanza de que yo lo ayude a curarlo.

“Tu que sabes de estas huevadas, que hago brother” Me consulta José María, más incauto que nunca, acaso desconociendo que mi historial sentimental esta infestado de varios accidentes y miedos como los que el ahorita baraja.
-Presiento que Jimena me esta sacando la vuelta. Me dice con una mezcla de pánico y rabia.

Entonces lo hago pasar, le pregunto si desea algo, saco un vino y nos sentamos en los sillones de la terraza.

Sin darse cuenta, José María empieza a enumerar extraños comportamientos de su novia: Actitudes, gestos, silencios que lo han llevado a pensar que después de tres años juntos hay una tercera persona tratando de destruir su relación. Mientras me va contando recuerdo las veces en que he tenido esa misma sensación, esa misma intuición. De hecho, este post que están leyendo trata sobre eso: Sobre cuando y como te das cuenta que te están haciendo cachudo.
-Intuyes que tu novia te saca la vuelta cuando la comunicación entre ustedes empieza a fallar. No me refiero a que de pronto conversan menos o casi ni hablen, NO. Me refiero mas bien a cuando las comunicaciones, tan eficaces, al inicio de la relación, de repente comienzan a presentar sospechosos fallas técnicas, desarreglos que antes no se registraban.



Pensemos, por ejemplo, en el celular de tu chica o chico. Nunca antes se había descargado, nunca le falto el saldo porque era ilimitado, nunca se olvidaba el celular en el trabajo, oficina o casa. Ahora- Oh, casualidad, resulta que le falla a cada rato, que se cambio a pre-pago, que le falla la memoria, que esta estresada por eso deja todas sus cosas en todos lados.

“Amor, te estuve llamando todo el día, nunca me contestaste”. Qué paso?  Le preguntas con suavidad. “Ay, no sé, es mi teléfono que ya no sirve, es una porquería, no sé que le pasa. Se prende y se apaga y luego se queda muerto. Explica ella, astuta. Lo que no dice, claro, es que lo apago, lo puso en silencio mientras ella conversaba animadamente con el tarado con el que te viene sacando la vuelta desde hace semanas.

-Intuyes que tu novia te engaña cuando ya no le interesa que tu salgas a almorzar con tus amigas de la oficina. Antes, moría de celos, se incendiaba en cólera cuando le avisabas que tenías un impostergable e inocente almuerzo. Ahora, se muestra tolerante. “Anda, tomate tu tiempo, diviértete”. Te alienta descaradamente.

-También intuyes que te miente cuando le dices que el fin de semana saldrás con tus amigotes más descerebrados, borrachos y libertinos. Antes, ella se cortaba las venas apenas le decías que querías salir a dar una vuelta con tus amigos. Hasta temprano nomás, le decías. “Esos vagos, solo piensan en tragos y putas” te decía ella. Ahora, no solo te permite que salgas, sino que te da consejitos, súper compresiva ella. Tu la escuchas olfateando que hay algo demasiado raro.

-Intuyes que te pone los cuernos. Cuando, de la nada empieza a hablar de temas que nunca antes le importo, poniendo en evidencia que sus gustos han sufrido variantes.
Están en casa viendo televisión, una película y en el momento mas interesante, tu chica te saca de cuadro con una pregunta del tipo ¿gordo, ti no te gusta el golf no?
Te preguntas en que momento le comenzó a interesar ese deporte. Lo que ella no te cuenta es que conoció a un golfista súper guapo y con mas billete que tu.

-Sospechas cuando día entras a su pagina de Facebook y ya no salen juntos en la foto, sale solo ella, pone la foto en la que sale mas linda además que borra todos los comentario que tu has podido hacerle en alguna de sus fotos.

-Temes que tu novia te esté sacando la vuelta cuando pierde una serie de detalles que antes eran típicos y fundamentales: ya no te escribe mensajitos al comenzar el día, ya no te pide que la llames cuando llegues a casa, ya no figura on line en el Messenger.

-Ya que hablamos de Messenger. Te puedes atracar de pánico cuando adviertes que ella ha cambiado su nick name. Durante casi dos años que se hicieron novios su nick fue: “Loca por my love”: Así se bautizó para toda su lista de amigos en la Web. Ahora ha cambiado esa frase, recortándola a simplemente “Loca”.

-Dudas de la fidelidad de tu enamorada cada vez que ella recibe una llamada y se retira a otro lugar para contestar. Ahora jamás se separa de su celular, duerme y hasta entra al baño con el. Ella usa su blackberry y si le preguntas que tantos mensajes recibe, ella se ríe y te dice: “Son asuntos de la oficina”.

-Crees que te engañan cuando ella empieza a hacer comparaciones con nombres de chicos, hace menciones sumamente positivas de un nombre masculino que jamás habías escuchado pronunciar. “No sabes lo lindo que escribe mi amigo Renzo” “Ay, ese perfume es igualito al de Renzo” “No sabes como me he reído con Renzo el día de hoy”. Día y noche habla de este nuevo personaje del trabajo, la universidad o el gym. Tú le preguntas y quien es Renzo? Ella te tranquiliza diciendo: “Ay gordo, es un chico de la oficina, no te preocupes, además creo que es gay”.

-Finalmente, intuyes que eres un cachudo cuando ella cambia toda su rutina. Ahora vive mentida en el gym, tiene reuniones con sus amigas del colegio, reuniones de la oficina, noches solo de chicas, se para enfermando, se siente mal por todo, vive con gripe, esta estudiando una maestría y no tiene tiempo para nada. Tu aceptas sus disculpas como si no te importaran, como si le creyeras, pero en el fondo algo te dice que todo es una mentira.

(…)

De todas esas cosas hablamos José María y yo la otra noche. Estuvimos charlando durante horas. El vino se acabo demasiado temprano y él ya tuvo que regresar a su casa. Creo que mis comentarios lo pusieron más nervioso.

-Tu perdonarías una infidelidad? Me pregunto mientras bajábamos a la puerta.
-La verdad: NO.
-Por que?
-Le dije que alguna vez había escuchado que si una mujer le saca la vuelta a otro es porque muy pronto lo va a abandonar.

No he visto a José María desde esa noche, hace casi cuatro días. Ojala que sus sospechas no hayan sido ciertas.

Y ustedes soportarían una infidelidad?

Pd: Les dejo una canción de Joaquín Sabina que me encanta….


viernes, 6 de mayo de 2011

Relaciones cibernéticas, se puede?




Gereneralmente me conecto al msn en las noches, una de esas noches mi amigo Louis me llamó y me dijo: brother conéctate al toque… ¿Que pasa? ¿Todo bien? Si, si conéctate ya!  Un minuto después yo estaba conectado.

Louis me contó que se había ilusionado, que había conocido a alguien por internet, tu que hacer un esfuerzo considerable para no soltar mi risa burlona que el comentario me produjo.
Louis me proporciono una lista de detalles de ese chico que acababa de interceptar en la red: Un colombiano de 36 años, le gustaban las mismas películas, los mismos libros, el mismo tipo de música, los mismos colores y lugares que a mi. Según mi buen amigo, entre los dos había una súper sintonía, una conexión, una fluidez de manera natural.

Han pasado casi once meses desde esa conversación, pero aun puedo oír su voz y puedo ver esos ojos locos que delatan a la gente que ha empezado a enamorarse irremediablemente.

A pesar de que escuché con mucha atención el origen de su aventura amorosa cibernética, no me entraba en la cabeza la posibilidad de que Louis estuviera tomando en serio iniciar algo con alguien al que no había visto jamás en su vida porque para colmo el colombiano no vivía en Lima, ni si quiera en Perú sino en Miami donde trabajaba en una empresa de seguros de salud.

Es verdad que a Louis le había ido bastante mal en el árido terreno amoroso pero tampoco era para tanto.
¿Para que entusiasmarse con un colombiano que vivía en otro país y con el que apenas interactuaba fríamente a través de la pantalla del computador? ¿Eso no es complicarse la vida? ¿Será la frialdad de este siglo?
Cuando días después Louis volvió a hablarme de su colombiano empecé a mostrar mi incredulidad sin filtros. Me enseño su foto del facebook y hasta varios pasajes de sus diálogos pero me resistí a darle alas

-¿Y como sabes que es el? Te puede estar mintiendo y tú que estas como un pavo, creyéndole todo. A lo mejor quería tontear a un baboso desprevenido. Te apuesto que es un loco horroroso que ha puesto la foto de cualquiera menos de el.

Pensé que poniendo dudas en el cerebro de Louis, lo haría recapacitar, pensar y sacarlo de su sonambulismo. Pero ni con esas. Nunca le entraron las numerosas balas que le disparé. El optó por dejar de hablar del tema, hasta que casi un año después nos dio la sorpresa a todos sus conocidos. El colombiano había decidido viajar hasta Lima para buscar a su novio cibernético. Cuando me lo comunicó, yo no lo podía creer. ¿Como podía lanzarse a una piscina vacía? No se lo dije, me apenaba profundamente si esa relación no llegaba a resultar.

Nadie podría haber vaticinado la sorpresa que nos llevamos todos aquellos que nunca creímos en ese Cyber romance de internautas. Los dos se llegaron a juntar y viajaron a Cusco, el colombiano no conocía que era un buen motivo para ir. Louis me mandó un mail contándome lo bien que la pasaron, según el Cusco nunca fue tan maravilloso por mas que jamás descansaron en ese viaje, ya que visitaron todos los centros arqueológicos, todas las ruinas, todos los museos, fueron a todos los lugares y durmieron poco. La pasaron más que espectacular.
Cada vez que Louis me manda por mail una foto de ambos no puedo evitar sentirme culpable. “Y pensar que yo no me cansaba de desanimarlo”. Siempre me pareció que se trataba de un caso singular. Con el tiempo empecé a oír otras vivencias, otras historias similares. Siempre creí que ese tipo de relación era absurdo, una leyenda, una superstición…
Hace dos meses recibí una invitación por facebook de una chica que no veía desde la época del colegio, desde primaria. Ella se fue a vivir a Barcelona, ella me gustaba, pese a que siempre me gustó, nunca me atreví a decirle nada. Cada quien siguió su camino.
La verdad es que no se como me ubicó, pero cuando me contactó acepté su invitación de inmediato. Lo primero que hice fue mirar sus fotos, quería verificar si mantenía su rostro. Para mi sorpresa estaba igualita.
Bueno, pues estos últimos meses la chica del facebook de la que hablaba ha emergido de mi pasado y me ha ofrecido conversaciones de chat súper entretenidas, extensas y sinceras de toda mi vida. Nos reímos todo el tiempo, nos subimos mutuamente el ánimo.
Solo que hay un problema que son las diferencias horarias.
Si me piden que explique en qué se funda esta atracción, pues estaría en aprietos. Irónicamente respondería lo que mi bien amigo Louis explicó para describir cuan entusiasmado estaba con su novio colombiano.
“Le gustaban las mismas películas, los mismos libros, el mismo tipo de música, los mismos colores y lugares que a mi”.
Honestamente no sé si uno puede llegar a enamorarse por Internet pero ahora ya no estoy seguro de poder afirmar lo contrario. Y ustedes que piensan?


Pd: Les dejo una canción de la película el amor en los tiempos del cólera.

 


miércoles, 4 de mayo de 2011

El frío llego a nuestra ciudad !!!

Llego el fin de semana, es sábado y Louis a estado en semana de parciales y no a podido salir a ningún lado es por eso que al llegar la noche el esta dispuesto a hacerlo, sale de su casa dispuesto a embriagarse.
Se detiene a esperar un taxi en la esquina de su edificio en la Av. Pardo, muriéndose de frío. Minutos antes había hablado con su amigo Carlos y le dijo para verse en “La rosa Náutica” Louis pensaba ponerse un saco que le abrigara mas pero le dio flojera buscarlo y tener que cambiarse todo de nuevo, la idea nomás le molestaba así que decide salir como estaba.
Un taxi negro se detiene, Louis negocia el precio con el chofer- siete soles hasta “La Rosa”. La música que sale de los parlantes es de los 70s: Automáticamente le hizo recordar a su época en la que el solía ir a "La Sede" que era un bar open-mind súper nice donde se pasaba de maravillas, buena música y gente linda.
Louis empieza a recordar esas épocas en la que todo y todos se veían iguales para el, ese bar era uno de sus favoritos por no decir el único ya que todos los fines de semana llegaba a la misma hora como si fuera ir a trabajar, era automático el ir allá.
Louis tenia muchos amigos allá además que todos los mozos lo conocían y hasta la dueña era su amiga, la pasaba de maravillas!!!

Pero eso era antes, cuando todo funcionaba o parecía funcionar.


Louis le pide al chofer subir el volumen de la radio hasta que se da cuenta que esta a punto de llegar al restaurant, Louis se sorprende en lo rápido que llego y en todo lo que recordó con una sola canción.

-¿Qué hacemos con este clima, joven? Comenta el chofer, mirándolo por el retrovisor como haciéndole el habla.
-Si pues ¿no? Reacciona Louis, cortante, con el tono lo suficientemente plano y vago como para que al señor conductor le quede claro que no quiere tener una conversación con el.
-Y dicen que se va a poner peor, insiste en buen hombre.
Esta vez Louis no le devuelve ni una onomatopeya. Por un segundo maldice al taxista por impertinente, por metido. Este viejo debería saber cuando los pasajeros quieren hablar y cuando no, reniega mentalmente. Antes de bajar del auto el viejo le da una tarjeta diciéndole que el estará por Miraflores que cualquier cosa lo llame. OK dice Louis con un pie afuera. Al llegar busca con la mirada a sus amigos y como hay tanta gente, ruido y mozos no llega a verlos así que decide llamarlos por el móvil, de pronto se da cuenta que sus amigos estaban afrente de el, se acerca a ellos, se sienta y su amigo Carlos lo presenta a los chicos nuevos del grupo y al mismo tiempo llama a un mozo para pedir algunos drinks. Pasa una hora y deciden ir a un casino que esta en la Av. Benavides por inauguración de una fiesta en este nuevo local. Louis decide ir porque es un lugar nuevo, donde seguro se encontrara con varios amigos y de hecho será una gran noche. Además, el Dj es un capo que jamas programa cumbias y tiene los mismos gustos musicales que Louis.
Al llegar al casino y ubicar donde es la famosa fiesta Louis con un vistazo recorre el escenario y se da cuenta que la gente esta en onda, todos divirtiéndose y visualiza a varios conocidos, saludos van y vienen lo mismo en copas solo espera no cruzarse con algún desubicado de esos que sobran en los bares limeños, que en el momento mas inapropiado te meten en una conversación indeseable y no paran de hablar nunca.

Ha pasado poco mas de dos horas desde su arribo hasta que Carlos le dice vámonos, Louis le pregunta a donde? El le dice tu sígueme nomás así que bajan y llaman al ballet parking para que saquen el auto, el próximo destino una disco de la calle Berlín. Al llegar se encuentran con mas amigos y hasta un show tipo cabaret que pueden apreciar desde la entrada del local, al pasar una hora Carlos le dice a Louis que ya es tarde que lo jala a su casa así que el acepta.
Louis se siente cansado, ebrio, atravesado de arriba a bajo por un oído que no sabe donde poner. Su única reacción es salir a buscar la meche negra de Carlos y apurar el paso. La madrugada esta fría y mientras esperan el auto, Louis extraña con nostalgia no haber buscado su casaca.




Esa era la canción que sonaba en la radio del taxi....