miércoles, 27 de julio de 2011

Amores de barra-Eduardo y Fernanda.

Ni bien concluyó el postgrado en la Universidad de Palermo, Eduardo se dedicó en exclusiva al trabajo en la agencia publicitaria Limbo. Estaba peleando porque lo contrataran y lo inscribiesen de una buena vez en la planilla de la agencia, donde apenas figuraba como colaborador. Es cierto que no le pagaban tan mal, pero su condición carecía de estabilidad y eso lo tenía intranquilo. Cada vez que llegaba julio o diciembre y le tocaba renovar su estadía temblaba de nervios ante la eventualidad de que le ofrecieran un acuerdo menos ventajoso. Su jefe inmediato, Renato, le había dicho en repetidas oportunidades que esperara un poco más, que su trabajo era muy apreciado por los altos ejecutivos y que había “enormes posibilidades” de que lo emplearan con todos los beneficios legales que correspondían.
Pero Eduardo ya no creía en esos cuentos. Para él eran mecidas, tangos, melodiosas excusas para retenerlo sin obligaciones contractuales. Cada vez le resultaba más evidente que a sus jefes les interesaba su trabajo, pero no les interesaba contar con él como un recurso humano fijo. Lo mantendrían como un barato colaborador externo todo el tiempo que fuese necesario hasta que tocara darle una disimulada pero firme patada en el culo.
Tan incómoda situación hería sin duda su dignidad, pero él no estaba en posición de hacerse el héroe y renunciar. Si se permitía el lujo de marcharse en un inoportuno arranque de decencia, se hubiese desgraciado solito, porque no tenía ningún plan B, ninguna alternativa, ninguna propuesta, ninguna peregrina idea de qué diablos hacer ni qué puertas tocar.
Después de todo, conseguir el trabajo en Limbo apenas llegó a Buenos Aires había sido casi un milagro: uno de los profesores del postgrado lo vio empeñoso y le sirvió de puente con la agencia, que por esos días justo requería de una persona para cubrir una vacante temporal y reforzar su equipo de creativos. Él aprovechó la coyuntura y, ni tonto ni perezoso, aceptó el empleo.
Eduardo necesitaba mantenerse enchufado a la chamba. Sobre todo ahora que Fátima lo había dejado. Él ya lo veía venir: desde hacía semanas la notaba rara, demasiado pendiente de lo que hicieran sus amigos de la universidad, esos resinosos malogrados, como él despectivamente los llamaba. Pero, claro, que haya intuido el advenimiento del desenlace no quiere decir en absoluto que estuviera preparado para oír eso tan duro que Fátima le dijo aquella noche, mientras discutían sentados en una de las mesitas de la terraza de un Café. “No me retás, Eduardo. Me hacés sentir como si yo fuera demasiado para vos. Te conformás con poco y eso me afecta. Creo que estoy aburrida o cansada, qué sé yo. Tengo 23 años, necesito a alguien que me desafíe un poco más, que me inspire, alguien que admire, que me estimule, que me ponga las cosas en perspectiva”.
Eduardo intuía que ese alguien ya existía y que seguramente era uno de esos pintores drogadictos con los que Fátima organizaba infinitas muestras colectivas, las mismas que solían acabar en mortales borracheras de vino tinto en el bar de algún mecenas calentón. Mientras la oía darle sus quejas lo invadió la sospecha de que ella le había sacado la vuelta, que le había puesto los cuernos con alguno de esos bohemios indeseables, pero ni siquiera tuvo ganas ni fuerza para preguntárselo. No peleó, no pidió explicaciones, no exigió segundas oportunidades en nombre de la relación que llevaban juntos. Simplemente se resignó, bajó la cabeza, aceptó la caída y tiró la toalla.
Para Eduardo, Fátima había sido fundamental para establecerse en Buenos Aires. Fundamental. Pero en el fondo sabía que sus reclamos eran ciertos, en todo ese tiempo ella había sabido salir adelante. Montó una pequeña organización de fomento artístico, levantó un taller y una galería junto a unos compañeros y, mal que bien, aprendió a vivir de las todavía exiguas rentabilidades de su naciente negocio. Eduardo no: él seguía siendo el talentoso pero incierto colaborador de la agencia y –por haberse quedado dormido en sus tempranos laureles no se había esforzado un ápice en la búsqueda de un trabajo más provechoso. Para qué, además, razonaba él, con cierta mediocre nostalgia provinciana: si le alcanzaba para alquilar un departamento de 80 metros cuadrados, si nunca faltaban víveres básicos en su refrigeradora, y si además tenía una novia preciosa, la más preciosa que tendría jamás, para qué modificar una realidad que lo venía tratando tan bien.
Pero ahora que la realidad era diametralmente opuesta y le pegaba un recio puño en el centro de la cara, Eduardo no tenía tiempo para lamentarse ni para dar rienda suelta a su tristeza tercermundista.
Se metió de lleno en el trabajo, concentrado en un doble propósito: hacer puntos ante los directores y distraerse de la ruptura con Fátima. A veces trabajaba diez, doce, quince horas diarias. Los demás lo miraban como a un bicho raro, pero él se sentía cómodo, seguro, protegido tras las mamparas, esas paredes de vidrio que constituían los límites de la oficina.
Alguien podría pensar que se había vuelto un maniático, un obseso de sus responsabilidades, pero lo cierto era que tampoco tenía mucho que hacer fuera del edificio en el que Limbo funcionaba. Durante los últimos años se había apoyado tanto en la relación con Fátima, se había vuelto tan dependiente de la forma en que ella le organizaba la vida, que ahora le costaba un huevo reinventarse, salir a la calle y trazar planes por sí mismo. Un amigo habría sido un excelente aliado en ese momento, pero en todo el tiempo que llevaba en Argentina no había cultivado ninguna amistad de verdad. Ni una sola. Jamás había acudido, por ejemplo, a las salidas ni reuniones que organizaban sus compañeros de la agencia. Nunca iba al bowling, ni al póquer, ni al billar, ni a los cumpleaños. Solo se presentó una vez a un cumpleaños, el de su jefe, Renato, pero estuvo cuarenta minutos y se marchó, porque “había quedado con Fátima en ir al teatro”.
Se había pasado cuatro años recorriendo la ciudad de la mano de su novia (su flamante ex novia), yendo a los lugares que ella sugería, haciendo las actividades que a ella se le antojaban. Por eso era natural que ahora se sintiera otra vez un forastero descolocado, un recién llegado. Además, era tan despistado, se le daba tan mal eso de guiarse de mapas o seguir indicaciones de la gente, que ni siquiera se atrevía a tomar el metro un domingo e iniciar una expedición con rumbo desconocido.
Los fines de semana, si no se quedaba en casa viendo la tele, se metía a la sala de cine que quedaba al final de su cuadra, o a la librería de la calle Esmeralda a hojear las últimas publicaciones, o al bar El Uruguayo, regentado por un viejo divertido que le parecía de lo más simpático y con el que le gustaba conversar. Ese era el nuevo y breve circuito en el que Eduardo se movía. Sus días de chico ‘artie’, noctámbulo, enamorado hasta el tuétano, habían llegado a su fin y, caballero nomás, tenía que amoldarse a esta nueva vida de austeridad sentimental y limitado esparcimiento.


Todo eso se contaron Eduardo y Fernanda cuando se encontraron en el bar esa noche. Reconstruyeron sus historias personales con total sinceramiento, proporcionando incluso detalles que no solían mencionar a sus patas más cercanos.
Cuando él enfatizó lo curioso que le resultaba habérsela encontrado allí, en una barra, cuando nunca antes se la había cruzado en ninguna parte de Lima, Fernanda comentó que no era tan raro, considerando lo poquísimo que salía de su casa. Es más, esa noche se había animado a salir porque Raúl  estaba, para variar, de viaje en Estados Unidos haciendo un curso para la Quimica, porque Paulsito se había quedado con su abuela, y porque necesitaba relajarse un poco. “¿Puedes creer que no conocía este sitio?”, le confesó, divertida. “¿Nunca habías venido a Huaringas?”, preguntó Eduardo, con sobreactuada incredulidad. “No, te juro, pero está precioso”, agregó ella.
Eduardo acababa de regresar de Buenos Aires. Hacía tres semanas que estaba en Lima. Después de que en Limbo  le reiteraron que su contratación “se había dificultado” decidió mandar todo al diablo, olvidarse de Argentina, volver al Perú y aprovechar la oferta de un amigo para que se hiciera cargo de la parte creativa de una nueva agencia de publicidad, cuyo local era pequeño pero estaba bien equipado.
Luego de narrar sus respectivas peripecias profesionales y sentimentales, y de asombrarse de lo desiguales que habían resultado sus destinos, empezaron a canjear innumerables anécdotas del colegio y a desternillarse de risa rememorando, por ejemplo, el día en que el Negro Zurita le bajó el buzo a Eduardo en mitad del patio, delante de un grupo de blondas chicas de Quinto, dejándolo en calzoncillos y haciéndole pasar el que sin dudas era uno de los mayores papelones de su vida. “Te lo bajó hasta los tobillos y tú te caíste por querer perseguirlo y te paraste al toque para subirte el pantalón. Estabas más rojo que un tomate, me acuerdo clarito”, dijo ella, sin parar de reírse. “Hace poco me pasaron las fotos del almuerzo de ex alumnos del año pasado y en una aparece el Negro Zurita. Puta, está canoso y tiene una panza salvaje. Hoy no podría bajarme el pantalón y salir corriendo tan fácil”, dijo Eduardo, un poquito picón.
–Bueno, todos hemos cambiado, ya estamos tíos pues…
–Tú estás igual de linda, Fernanda, no jodas, no has cambiado nada. Te podrías poner el uniforme e ir al colegio ahorita mismo y pasarías como alumna sin que nadie se diera cuenta.
–Ay, Eduardo, eso lo dices porque eres mi amigo
–Nada que ver, agregó él, poniéndose repentinamente serio. Siempre me pareciste linda, de lejos la más linda de todas.
Ella percibió la variación en el tono de voz de Eduardo, sonrió y bajó la cabeza para sorber la cañita de su trago.
Por primera vez en toda la noche se hizo un silencio breve y algo fastidioso. Él no intentaba pasarse de listo, por lo menos no conscientemente. Le dijo eso para piropearla, pero también porque en serio lo creía: la veía idéntica a la chica de 16 años que hizo que su agitado corazón adolescente entrara por primera vez en trompo.
Aunque ahora casi doblaba esa edad, Fernanda resplandecía de tan guapa que se conservaba: su pelo castaño lacio le barría los hombros, su cara no presentaba casi ninguna arruga, y sus pecas en la nariz mantenían su graciosa sensualidad. Su boca un poco voluptuosa y su sonrisa de dientes perfectos seguían siendo su marca registrada. Y su cuerpo –virgen de toda cirugía– lucía una exuberancia que antiguamente se perdía bajo la anodina indumentaria colegial. El gimnasio y los Pilates le habían conferido a sus piernas, a sus nalgas, pero sobre todo a sus tetas, una deliciosa firmeza. El pobre Eduardo ya no sabía dónde colocar la mirada cada vez que ella se volteaba para pedirle al barman que le sirviera otro trago: en el escote que dejaba ver el prometedor canalillo de sus pechos, o en su cintura que, un poco descubierta, permitía divisar unos abdominales trabajados y un ombligo apetitoso. Fernanda le confesó que después de dar a luz a Paul se deprimió tanto por lo fofa que se sentía que se puso a hacer ejercicios compulsivamente. “Ahora ya le agarré el gusto y no hay día que no vaya por lo menos 40 minutos al gym. Me hace bien, me siento saludable”, concluyó.
Eduardo se sintió tocado por ese comentario, ya que su vida no era ni por asomo un ejemplo de salud física ni nada que se le parezca. El único ejercicio diario que realizaba era subir y bajar las escaleras de su departamento, actividad que le demandaba muy poco esfuerzo si tomamos en cuenta que vivía en el segundo piso y que lo hacía únicamente para evitar el ascensor, que paraba malográndose.
A pesar de que por momentos Eduardo trataba de conducir la conversación por caminos algo sinuosos, era muy consciente de que estaba delante de una mujer casada (el anillo de Fernanda relumbraba en su mano derecha), y tenía claro que los dos estaban enfrascados en el inofensivo plan en el que estaría cualquier par de viejos amigos que se volvían a ver después de mucho tiempo en un bar.
–Pero cuéntame más de ti. ¿Cómo está tu hermana, se casó?, pregunto Fernanda, tratando de zafarse del piropo y retomar el vaivén de la charla.
–Ah, sí, pero ya está por divorciarse. Creo que lo único bueno que dejó su matrimonio fue talia, su hija. Tiene siete años, es preciosa.
–¿Siete años ya? Qué bárbaro, me siento la más tía. ¿Y a ti te gustaría casarte, tener hijos?
–No sé si casarme, pero sí me gustaría tener hijos. Por lo menos uno.
–Tu mami debe estar rogándote para que la hagas abuela de nuevo.
–Bueno, yo le he dicho que mejor no se haga ilusiones. Que me guste la idea de tener un hijo no quiere decir que vaya a tenerlo mañana. Pero, claro, igual le ilusiona la posibilidad. He decidido comprarle un muñeco para que lo cargue y se quede tranquila.
Fernanda rió, recogió su vaso de la barra y brindaron. Ella iba en su tercer maracuyá sour, y él en su cuarto mojito (técnicamente era el tercero, porque el primero le supo a emoliente de tan aguado que estaba). A lo lejos, quien no supiera nada de sus biografías podría haber pensado que eran dos chicos cualesquiera en una cita, una pareja que se divertía, se llevaba bien y claramente se gustaba.
Desde una mesa, las amigas de Fernanda –que la habían convencido de que saliera con ellas a tomar unos tragos y a bailar a Aura– veían con extrañeza que se demorara en la barra más de la cuenta, conversando con ese personaje desconocido. “Esta huevona va a pedirse un trago y se queda loreando una hora”, dijo una, más quejosa que preocupada. “Ay, déjala oye, no sale nunca, tiene todo el derecho del mundo de hablar con quien quiera”, apuntó otra. “Mira, el idiota de Raul no le hace ni caso, así que si ese chico le quiere invitar algo, bien por ella. Además está medio churro ¿o me parece?”, curioseó la tercera. Dos de ellas estaban solteras, la otra divorciada, y aunque no buscaban incitar a su amiga para que sacara los pies del plato estaban muy dispuestas a entretenerla para que olvidara las angustias caseras.



Poco a poco, mientras la plática avanzaba, Eduardo y Fernanda fueron sintiéndose cada vez más en confianza. Lentamente resurgió entre ambos esa pretérita comodidad que en el colegio los llevó a ser amigos íntimos durante los últimos tres años de secundaria. De pronto era como si los dos estuvieran nuevamente instalados en el pasado, como si el bar fuera una repentina extensión del patio de secundaria, y la barra, un anexo de la escalera gris, esa en la que solían sentarse los lunes por la mañana a copiarse las tareas que ninguno había hecho. Podrían haber transcurrido más de quince años, podrían haber pasado por incontables experiencias desde aquella época, podrían haber residido en los lugares más alejados, pero entre ellos flotaba algo superior a todo eso, una especie de sentimiento velado, un afecto extraño que se mantenía arraigado e incorruptible. Eduardo aprovechó ese clima de mutua cercanía y disposición para, por fin, ajustar cuentas con el pasado, y poner sobre la mesa una mano de cartas que tenía guardada desde hacía mucho, mucho tiempo.
–¿Sabías que en el cole me moría por ti?, le preguntó inmediatamente después de tomar de golpe el concho de su mojito número cuatro y antes de pedir el quinto.
–Me estás jodiendo. ¿De verdad? Alucina que siempre lo sospeché. Es más, alguna vez hasta se lo comenté a Macarena. ¿Te acuerdas de Maca? Pero ella me dijo que estaba loca, que nada que ver. ¿Y por qué nunca me dijiste nada, Eduardo?
–Bah, tú estabas templadaza de Bruno. No me hubieras hecho caso.
–Bruno, verdad. A veces me parece mentira haber estado seis años con él. Era un buen chico, pero no sé, no me llenaba. Después que me fui a Paris, terminamos y le perdí el rastro.
–Pero no me hubieras hecho caso, ¿verdad?, insistió Eduardo, medio animado por los tragos, pero sobre todo empujado por la incertidumbre que tenía atracada en el pecho desde hacía una década.
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? Esas cosas se saben. Son intuitivas. Es sí o es no. No hay que pensárselo mucho.
–Eduardo, estamos hablando de hace más de ¡quince años! Éramos otras personas, teníamos otras vidas. Ya ni me acuerdo de qué cosas sentía en ese momento.
–Sí, tienes razón, perdón por ponerme tan… impetuoso. Creo que la cagué.
–No tienes de qué disculparte, además la estoy pasando mostro, dijo Fernana, frotando con su mano el antebrazo de Eduardo, en un gesto cariñoso que permitió que sus pieles, o mejor dicho, retazos de sus pieles entraran en contacto. Era un contacto mínimo tal vez, pero no por breve carecía de intensidad.
–La estamos pasando mostro, corrigió Eduardo.
–Es verdad. Salud por eso, propuso ella, ladeando la cabeza y abriendo su magnífica sonrisa.
–Salud.
Mientras tomaban sus vasos no dejaron de mirarse. Los ojos de Eduardo se emanciparon del cerebro, adquirieron autonomía y por unos segundos (los segundos que duró el sorbo) penetraron con voracidad en las pupilas de Fernanda. Los ojos de ella soportaron la mirada con atrevimiento, sin parpadear. Eran dos pares de ojos que se conocían desde hacía bastante pero ahora llevaban encima una inédita y fulminante carga de electricidad, una cuota de picardía que no llegaba a ser lujuria pero que era claramente deseo. Eduardo le comenzó a hablar con los ojos, a decirle lo preciosa que le seguía pareciendo, lo mucho que le provocaba abalanzarse sobre ella y romperle la boca con el beso que nunca había podido darle. Ella resistía el osado embate de esas pupilas negrísimas, e intentaba descifrar el mensaje, en una discreta señal de correspondencia. Fue un instante cargado de vehemencia, de ardor, de pasión desaforada. No sabían cuál había sido el detonante, quizá la confesión de Eduardo, quizá la mano de Fernanda sobre su brazo, quizá los imperceptibles guiños de seducción que se les escapaban a ambos cada tanto. No lo sabían. Lo cierto era que los dos, por un instante, experimentaron en iguales proporciones una atracción violenta y poderosísima.
–Hola, los veo embalados, interrumpió Macarena, una de las amigas de Fernanda, que se acercó para anunciar que estaban por irse a bailar. Su presencia y posterior saludo puso abrupto fin a ese fugaz rapto de miradas peligrosas.
–Maca, ¿no te acuerdas de él? Es Eduardo, Eduardo Piaggio, del colegio.
–¿Eduardo? ¡Hola! Claro que me acuerdo, pero no te reconocí.
–Hola, Maca, qué gusto de verte.
–¿Cómo estás? ¿En qué andas?
–Bien. Soy publicista, acabo de volver de Argentina. Estuve estudiando por allá.
–Nos hemos estado acordando de toda la época del colegio, muy gracioso, informó Fernanda.
–Pucha, siento interrumpirlos, chicos, pero ya nos estamos yendo a Aura
–Sí, verdad, vamos, vamos, añadió Fernanda, sorbiendo con la cañita el concho de su maracuyá sour
–Bueno, pues, que se diviertan mucho
–Voy sacando el carro, Fernanda. Te esperamos abajo. Chau, Eduardo, lindo verte, se despidió Macarena, con uno de esos tibios besos en el cachete que en verdad son besos al aire.
Se quedaron solos, amagaron con torpeza darse un abrazo corto, protocolar y acabaron fundiéndose en un abrazo largo, calmado
–Ha sido muy bacán encontrarte, Eduardo. Un poco extraño, pero muy bacán
–Estaba por decir lo mismo
–Me he quedado con ganas de seguir conversando
–Pero conversemos, pues, tomemos un café la próxima semana, qué dices
–Me encantaría. Déjame ver, pues, yo te aviso


Eduardo se apuró en registrar el teléfono de Fernanda en su celular y le entregó una tarjeta con todos sus datos de contacto. Acto seguido, le pidió al barman una servilleta y un lapicero para escribir la dirección electrónica de ella: ftudela74@hotmail.com

–¿Estás en el Messenger?, preguntó Eduardo, con un coqueto levantamiento de cejas
–Sí, no chateo casi nada, pero tengo una cuenta
–Te agrego entonces…
–Ya, mostro
–Cuídate y baila mucho
–Ja, ja. Nos vemos
Fernanda se fue pero en el aire quedó el eco de esa última risa, el fantasma de su sonrisa brillando en el mismo lugar donde hacía menos de cinco minutos había estado brillando con toda su esplendorosa perfección.
Eduardo permaneció en la barra tomando lo que le quedaba de su mojito, tratando de comprender lo que acababa de ocurrirle. Rápidamente repasó la secuencia de los hechos. Llegó al bar a encontrarse con unos amigos, y como no dio con ellos tras buscarlos en los tres pisos del local se acercó a la barra para matar el tiempo en la compañía de un mojito. Y qué ocurre: pues que se encuentra con la primera mujer (después de su madre) que más había querido en el mundo, y pasa más de una hora conversando con ella. Era todo tan inesperado, tan absolutamente increíble, que todavía le costaba captar que fuese cierto. Amanda había marcado profundamente su juventud y si a veces sospechaba que nunca la había olvidado del todo, ahora acababa de confirmarlo. Una hora había sido más que suficiente para remover esos pesados trozos de memoria que él había querido enterrar a la fuerza. El romance de cuatro años con Fátima, en Argentina, fue producto de la química y la afinidad sexual, pero también de una innegable necesidad y de una serie de carencias. Fátima no solo era su novia, sino también una compañía en un país que no era el suyo, en donde no tenía a nadie, y por lo demás era un lazarillo que lo guiaba en medio de una ciudad llena de atractivos pero que –dada su falta de espíritu social e iniciativa– él jamás habría sabido caminar y recorrer por cuenta propia. Nadie niega que la quiso, pero pareciera que más enamorado estuvo de las atenciones que ella le procuraba.
Lo de Fernanda, en cambio, era otra cosa, era un amor genuino, desinteresado, complejo, antiguo, histórico, amortiguado, difícil, que más que extinguirse en su corazón solo había sido anestesiado.
Y justo reaparece ahora, carajo, pensaba Eduardo, acodado en la barra, mientras dejaba caer en su vaso un par de cubos de hielo. Justo ahora que él había regresado dispuesto a enfocarse en su trabajo, justo ahora que no quería hacerse paltas por ninguna mujer y que había decidido llevar la vida del pendejo treintón que se acuesta con todas y no se enamora de ninguna. Cómo actuaría ahora que el cadáver de Fernanda resucitaba de forma intempestiva y se presentaba nuevamente. ¿Podría cumplir con sus fríos propósitos de soltero revejido? ¿Dejaría pasar otros quince años antes de actuar de una manera más decidida con ella? En el colegio no abrió la boca porque Fernanda estaba con Bruno y él temía decepcionarla con sus pajas febriles. Y ahora que se atrevió a abrirla no hizo mayor arreglo: apenas le lanzó, de modo timorato e infantil, una de las muchas frases que tenía almacenadas en la caja registradora de su cabeza. Claro, el inconveniente no era menor: Fernanda estaba casada y tenía una familia, pero Eduardo ignoraba si se hallaba contenta, si se sentía realizada al lado de Raúl. “Ya me cagué”, concluyó, intuyendo que estaba a las puertas de una historia trágica, trascendental, vertiginosa. “Ya me cagué”, repitió y dejó limpio su vaso con un seco y volteado.
Una llamada lo sacó del trance en que sus dilemas lo habían puesto.
–¿Aló? ¿Martín?
–Aló, Eduardo. ¿Dónde estás huevón?
–En Huaringas, pues. Quedamos en encontrarnos aquí
–¿No te llegó mi mensaje de texto, maricón? ¡Chucha! Te escribí diciéndote que ya no vayas para allá…
–Nunca me llegó, pendejo. ¿Dónde estás?
–Vente a la jato de Juan Pablo. Aquí vamos a hacer los previos de su despedida. El plan es llegar al hotel antes de la 1 de la mañana. No sabes las putas que me he conseguido, huevón. Te mueres. Hay una que tiene un poto ex–tra–or–di–na–rio. Si Juan Pablo se emborracha y se la tira, te apuesto que se enamora y ni cagando se casa con la gorda de Mariana.
–Ja, ja. Ya, cholo, salgo para allá. Dame quince minutos. Yo también tengo algo que contarte.

                           Continuará....???